El 3 de Febrero es celebrado en muchos lugares como el día de San Blas, siendo tradicionales los bollitos bendecidos que se reparten en ese día. Se asocia a este santo y al nombre en sí con personas bondadosas, preocupadas por los demás y especialmente los niños.
El origen de toda esta tradición viene de muy lejos: San Blas fue un médico que vivió en la ciudad armenia de Sebaste (la actual Sivas, en Turquía), a finales del siglo III y principios del siguiente. Al quedar vacante la sede de obispo, le nombraron para tal cargo, pero al ser todavía tiempo de persecuciones se retiró a una cueva para hacer vida eremítica. Allí le visitaban animales que le hacían compañía y hasta le llevaban pan, por lo que también se asocia a esta figura con la naturaleza (de modo semejante a San Francisco o San Antonio). Finalmente fue apresado en tiempos del Emperador Licinio y su prefecto Agrícola, y fue en ese momento cuando hizo el milagro que le hace más famoso: una madre se le presentó con un hijo muy grave por habérsele quedado una espina de pescado en la garganta; entonces San Blas le impuso las manos y lo curó al instante.
La leyenda se asienta principalmente en la tradición más que en una constatación directa, pero ello no le quita un ápice de solidez a la costumbre que desde entonces acompaña al personaje: en reconocimiento a este sanador a veces científico y a veces prodigioso se bendicen en su nombre unos panecillos riquísimos que se reparten en las ceremonias y curan los males de garganta, coincidiendo con una época (invierno) en la que estas afecciones son más frecuentes. Suelen llevar anís u otras especias que le dan un sabor especial, y pueden combinar con vino, chocolate o cualquier otra forma festiva; son típicos en puestecitos populares. Hoy se considera a San Blas protector no sólo de los enfermos de garganta sino también de los médicos que la tutelan (otorrinolaringólogos).
Indagando un poco más sobre el origen remoto del nombre, encontramos varias versiones que nos remiten a alguna condición personal. Se cita el latino blaesus que designaba a los que balbuceaban al hablar (como el niño al decir “bla, bla”), o el griego blaisos aludiendo al caminar con las piernas algo torcidas. Los que ahondan algo más en lo esotérico, interpretan estas raíces como símbolos de la superación de una dificultad que promueve en el sujeto una mayor comprensión hacia las dificultades de los demás y una inclinación a ayudarles.
En nuestra cultura encontramos otros personajes egregios como el poeta Blas de Otero o el gran marino Blas de Lezo, y aunque no podemos decir que estemos ante uno de los nombres más frecuentes en nuestro tiempo, sí cabe afirmar que algo tiene de simpático el nombre cuando lo recordamos en la famosa canción “En la fiesta de Blas…”, o con el personaje del Blasillo de Forges. Y es que el carácter de sencillez al tiempo que preocupación por el prójimo podría ser el que hizo a este genial humorista dar el nombre de Blas a uno de sus personajes más carismáticos: aquél niño o joven de la España rural que vemos siempre paseando por los campos abiertos, reflexionando a veces en solitario y otras en compañía, pero siempre buscando respuestas a problemas aparentemente complejos que, mirados con honradez, hallarían solución inmediata.
No sabemos si con todo esto arreglaremos alguno de nuestros verdaderos problemas pero quizá sí podamos arreglar, cuando menos, alguna molestia en la garganta. Y si no se cura tampoco habrá que preocuparse mucho, pues aún nos quedará la alegría de regalar a alguien unos bollitos, que siempre serán de agradecer y nadie jamás nos los va a rechazar.