Las plantas tienen un gran potencial educativo. En un tiempo en el que los niños tienen cada vez menos contacto con la naturaleza, vale la pena llamar la atención sobre lo que ésta puede aportar a la formación de aquéllos.
Realmente, cualquier ser vivo tiene mucho que enseñarnos por su sentido de la practicidad y de la supervivencia, por no hablar -en el caso de la escala superior de los animales- de la emotividad. La tenencia de mascotas suele ser considerada como un factor que fomenta la estabilidad afectiva y la solidaridad, si bien en muchos hogares es complicado poder albergarlas pues exigen un compromiso no siempre fácil de asumir.
En el caso de las plantas, sin embargo, todo son facilidades para permitir a los más pequeños experimentar. Es ya clásico el ejemplo del “germinador”, en el que enseñamos a un niño a poner una semilla, una habichuela, un garbanzo o una lenteja en un algodón húmedo dentro de un vaso de agua y exponerlos a la luz durante varios días hasta que empiezan a echar raíces y desarrollarse. El asombro de los más pequeños ante la evidencia de cómo la vida se abre paso suele fascinarlos, y lo mismo ocurre con casi todo lo natural, provocándoles un disfrute equiparable al de cualquier otro juego.
Hay muchos experimentos que pueden hacerse con las plantas, como es el de preparar varias flores (por ejemplo, claveles) cortadas dejándoles un tallo de unos 10 cm y poner cada una en un vaso con agua y algunas gotas de diferentes tintas hasta ver cómo cada flor se tiñe de un color, o el de tener una planta a la que tapamos varias hojas durante 3 o 4 días para comprobar cómo la falta de luz les priva de función clorofílica diferenciando su tono del de las hojas restantes.
Sin embargo, al margen de los experimentos puramente “científicos”, quizá sean más interesantes las actividades que atañen a la formación humana de los menores. El mero hecho de cuidar una planta implica que el niño aprende a responsabilizarse, deja de ser el centro mimado de una familia y se convierte a sí mismo en cuidador de otro, lo que curiosamente suele producirle gran disfrute y autoestima. Cuidar una planta nos enseña muchas cosas: nos muestra que todas las cosas necesitan cuidados; que la mejor forma de conseguir un buen resultado es una atención continuada; que la observación paciente de las cosas tiene su premio; nos enseña a respetar la vida en cualquiera de sus manifestaciones, así como a dosificar nuestra fuerza con los más débiles.
Un niño que se ocupa de plantas recibe además unos estímulos que los adultos aprecian menos como son los aromas o el tacto, y abre el espectro de su sensibilidad. Cuando un niño ha cuidado una planta o le han enseñado a plantar un árbol, es mucho más difícil que de adulto pise el césped cuidado de un parque o arranque las flores de un jardín. Posiblemente alguno de esos niños se convierta de mayor en biólogo, veterinario o agricultor, pero aunque no lo haga sí habrá aprendido a ser más responsable con su entorno, y más bondadoso.