El Turco: el autómata que venció a Napoleón.

pianistaDecir “Autómatas” suena a cosa del pasado y a fascinación. Se trataba de máquinas capaces de actuar sin manipulación humana. Había desde artilugios religiosos a aparatos de cálculo, desde “robots” de lujo a meros juegos, pero siempre con algo de mágico e incluso siniestro pues parecían dotados de una vida impropia de la materia inanimada.

  En la actualidad miles de juguetes se mueven con pilas, llaves de cuerda, etc.; hay muñecas que hablan, pantallas con programas, réplicas de artefactos teledirigidos y otros muchos que en su día hubieran sido llamados autómatas, pero conocemos la fuerza que los mueve y por ello carecen de misterio. Ni siquiera hablamos de truco, porque sabemos que detrás del objeto está la energía eléctrica, la solar, la tecnología digital y otras que de niños aprendemos en el colegio.

  En los tiempos pasados, sin embargo, la energía principalmente conocida era la mecánica. Era la época de los relojes de muelles yPato de Vaucanson ruedas dentadas, las poleas o las máquinas de guerra. A ese período pertenecen los verdaderos Autómatas. Entre los ejemplos famosos más antiguos cabe citar el trono de Salomón que se movía e incluso se elevaba, la paloma creada por el griego Archytas que volaba con vapor o una estatua de Osiris que desprendía fuego por los ojos. Herón de Alejandría dejó noticia de algunos de estos prodigios. La Edad Media conoció otros misteriosos fabricantes de autómatas, como San Alberto Magno o el Papa Silvestre II y sus cabezas parlantes. Más adelante destacaron sabios como Leonardo Da Vinci -que construyó un león mecánico capaz de pasearse y agasajar al Rey Francisco I de Francia- o Descartes -quien fabricó una “niña mecánica” en recuerdo de su hija Francine-.

  Al margen de estos precedentes, el siglo XVIII fue el de la eclosión de los autómatas más sofisticados. Ello se debió a los progresos científicos y tecnológicos propios de la Ilustración, y al gusto de una pujante burguesía que buscaba adornar sus salones con elementos extravagantes. Ahí encontramos a Jacques de Vaucanson (con sus conocidos El Flautista, El Tamborilero o El Pato con aparato digestivo), a Friedrich von Knauss (con un muñeco capaz de escribir en un papel tras mojar la pluma en un tintero) o a Pierre Jaquet-Droz, cuyos artefactos La Pianista, El Dibujante y El Escritor pueden visitarse en el Musée d’Art et d’Histoire de la localidad suiza de Neuchâtel.

  El TurcoEspecial mención merece el autómata llamado El Turco, que ha pasado a la Historia por una anécdota muy pintoresca: haber ganado al ajedrez al mismísimo Napoleón Bonaparte. El Turco fue construido por Wolfgang von Kempelen hacia 1769. Era una especie de mesa (120 x 60 x 90) con un tablero de ajedrez y un muñeco con turbante y aspecto oriental. En realidad funcionaba gracias a un maestro ajedrecista escondido en su interior que seguía la partida por medio de imanes. Kempelen había creado su autómata para lucirlo en la corte de María Teresa de Austria. Algo después fue paseado por la Francia prerrevolucionaria, donde llegó a derrotar a Benjamín Franklin. Tras la muerte de su autor, recayó en manos de Maelzel, afamado ingeniero mecánico de la corte vienesa célebre más tarde por inventar el metrónomo (herramienta musical a la que Beethoven, otro habitual de aquella corte, homenajeó en el segundo movimiento de su 8ª Sinfonía allá por 1811). En 1809, el palacio vienés de Schönbrunn estaba ocupado por Napoleón Bonaparte tras su victoria sobre los ejércitos austríacos en Wagram. Entonces Maelzel ideó su pequeña revancha, retando al Emperador –genial estratega- a vencer a una simple máquina de ajedrez.

  El curso de la partida ha hecho correr ríos de tinta. Se conserva el listado de movimientos Napoleon y El Turcode fichas, no muchos, hasta que El Turco se alzó con la victoria. La narración tiene variantes en pequeños matices, pero la línea básica es la siguiente: Napoleón empezó con blancas, saltándose la regla general que dejaba esa iniciativa al autómata; acto seguido intentó burlarse de la máquina intentando un “jaque pastor” (es decir, mate en tres jugadas), pero la máquina lo eludió; entonces el Emperador hizo una primera trampa y la máquina le corrigió el movimiento; una segunda trampa y la máquina le tomó la pieza. A la tercera trampa, El Turco dio un manotazo y derribó las piezas demostrando estar harto de un contrincante tramposo, provocando la rendición de Bonaparte entre el regocijo del público. En 1854, tras muchos otros avatares, la máquina prodigiosa ardió en el incendio del Museo Peale de Filadelfia, donde había recalado.

  Hoy los autómatas son restos de un pasado lleno de misterio y belleza. Su papel ha sido sustituido por algunos prototipos que nos asombran en ferias de robótica y domótica. Los tiempos cambian; los tramposos no tanto.

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