La deshidratación en verano
El verano tiene varias afecciones o enfermedades que podemos llamar “típicas”, por producirse con especial incidencia en dicha estación. Es el caso de las insolaciones o quemaduras, picaduras de insectos, otitis, desarreglos intestinales… y la que hoy trataremos: la deshidratación.
No solemos dedicar mucha atención a la deshidratación por dos motivos. El primero es que los niños que la sufren no notan en un inicio que les está afectando, y por tanto no nos pueden dar aviso; en el caso de que sean bebés, ni siquiera podrían decir nada. El segundo motivo es que muchos creemos que el niño tiene las mismas necesidades de agua que los adultos y medimos su necesidad por la nuestra, lo cual es un error: los niños -especialmente entre los 0 y los 3 años- tienen un componente hídrico mucho mayor que los mayores y por tanto son mucho más vulnerables a la falta de agua. Si a ello se une el que sus centros reguladores de la sed no están aún perfeccionados, nos daremos cuenta de que un niño pequeño que sufre deshidratación tiene muy pocas armas para afrontarla por sí mismo.
Eso significa, sencillamente, que tenemos que poner especial atención a este asunto. Si una avispa pica a un niño, éste empezará a gritar, y si ha cogido una insolación lo apreciaremos al verle la cara enrojecida. Pero en el caso de la deshidratación hay que trabajar de forma más sutil, esto es, conociendo bien las causas que la provocan, y detectando sus síntomas al primer momento.
Son varias las causas que pueden llevar a la deshidratación, y debemos estar atentos a ellas. Una de las vías más típicas es por el exceso de sudoración, que viene provocada por la exposición al sol prolongada, por la falta de uso de hidratantes, y también por el ejercicio físico especialmente en adolescentes. El uso de ropas gruesas o la permanencia en espacios calurosos aumenta la pérdida de agua por el sudor. A ello se une otra vía habitual que es la pérdida de líquidos por causa de diarreas o vómitos u otras de carácter intestinal, originadas por motivos tales como la comida de alimentos en mal estado, digestión irregular, cambio de hábitos alimenticios, calor excesivo…
Si nuestros hijos han estado en alguna de las situaciones citadas, es posible que estén en riesgo de deshidratación. Y aunque no tengamos noticia de lo anterior, podemos también atender a diversos síntomas enumerados por los especialistas: sequedad en la piel o en la saliva, ojos hundidos, alteración en la cantidad de orina, deposiciones secas y duras, pérdidas de peso en un 5%, ritmo cardíaco acelerado e incluso convulsiones o aturdimiento, y en los bebés se añade el hundimiento de las fontanelas (zonas blandas craneales). En casos así hay que propiciar la ingesta de líquidos y llevar al menor ante un facultativo, que podrá graduar la respuesta llegando incluso a aplicar sueros bebidos o intravenosos.
Lo mejor es siempre la prevención, para evitar que estos riesgos lleguen a producirse. Los médicos aconsejan prestar mucha atención a la alimentación equilibrada y a la higiene alimenticia. Recomiendan pautar el consumo de agua al margen de la sensación de sed, por ejemplo ingiriendo líquidos cada 2 horas y marcando una referencia de unos 8 a 10 vasos de líquido diario, sea agua, zumos, o incluso refrescos. Se debe usar ropa ligera y cremas hidratantes, aprovechar las zonas de sombra y lugares frescos, y refrescar o mojar la cara ocasionalmente. Para los bebés, se aconseja aumentar la frecuencia de las tomas e intercalar entre ellas alguna aportación de agua mineral, no someterlos a cambios bruscos de temperatura y reforzar en lo posible la dieta de frutas y verduras. Y en todo caso, como siempre al hablar de salud, huir del autodiagnóstico y confiar en los profesionales.